Las mentiras tienen patas cortas
A mi padre le regalaron una armónica cuando tenía 15 años.
Él nunca aprendió a tocarla. En su casa estaba lleno de libros en francés y
alemán; pero él jamás balbuceó una sola palabra en otro idioma. Sin embargo, me
decía que hablaba esos idiomas a la perfección y que de niño era el mejor de su
clase con ese instrumento.
Cuando yo tenía 10 años le pedí que me enseñara a tocar la
armónica. Me miró con los ojos apagados y presa de la vergüenza y me confesó
que no sabía tocarla.
Desde entonces sólo una pregunta se aloja en mi mente cada
vez que pienso en mi padre. ¿Por qué había estado mintiéndome todo ese tiempo?
Hace unas semanas me lo contó todo.
Cuando mi padre era chico su madre le decía que ella sabía
muchísimas cosas que él no tenía ni siquiera idea de que existían; cuando él le
preguntó, siendo ya mayor, por qué le había mentido, su respuesta fue clara:
“el poder lo inventamos y lo mantenemos forzando las palabras, llevando al
límite el sentido de la verdad“. Y él agrego: “Es decir, creando una realidad
donde hagamos ciertas aquéllas cosas que en el fondo de nuestra alma sabemos
que no lo son”.
Esta tarde, mi hija de 7 años ha visto la armónica que
guardo en uno de los cajones de mi escritorio y me ha pedido que le toque una
canción; mientras lo hacía pensaba en mi padre: en lo mucho que se había
perdido por no aprender a tocar ese instrumento bellísimo y, sobre todo, por
haberme mentido.
Hace muchos años que no lo veo; debe tener el pelo del color
de la abuela, blanco y rígido. Nada se resiste al paso del tiempo; por mucho
que luchemos contra la verdad ella siempre tiene la última palabra.
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