En cierta ocasión, un Sultán que tenía fama de ser muy
excéntrico, dio una fiesta en el palacio e invitó a todos sus amigos del Reino.
Estos concurrieron al agasajo con gran algarabía y
expectativas, engalanados con sus mejores vestidos y sus más lúcidas joyas.
Luego de las presentaciones, salutaciones y protocolos, los invitados fueron
entretenidos con danzas exóticas, interesantes charadas y toda suerte de
diversiones que disfrutaron y aplaudieron con gran entusiasmo. Todo era de gran
esplendor y magnificencia y los invitados estaban maravillados. Era, como se
esperaba, una fiesta digna del rango de ese Sultán y ratificaba la fama de que
gozaba.
Pero la comida no llegaba. A medida que pasaba el tiempo,
crecían más las expectativas y también el hambre. Una situación de esta
naturaleza no era para nada lo acostumbrado.
Todavía hubo otros números y espectáculos que distrajeron,
en parte, a los invitados. Algunos se habían malhumorado, pensando que habían
sido objeto de alguna broma grosera, pero era tal el prestigio y seriedad del
Sultán, que decidieron esperar un poco más para ver qué ocurría y aguardaron en
silencio.
Después hubo canto, poesía, regalos para todos.
Cuando la situación ya se hacía insostenible, fueron
invitados a pasar a una sala especial, donde estaba la comida.
Allí, encontraron una gran olla, llena de sopa que despedía
un aroma tan exquisito, como jamás habían conocido os amigos del Sultán.
Cuando los invitados corrieron a la olla, comprobaron que no
tenía un cucharón común para servirse, sino que tenía muchos, muchos cucharones
con mangos inmensamente largos.
Estos cucharones eran los únicos elementos que había para
servirse tan deliciosa comida, pues tampoco se veían platos donde colocar la
sopa.
Trataron de tomar la sopa entonces, directamente desde el
cucharón, pues a esta altura de los acontecimientos estaban casi muertos de
hambre.
Pero como los mangos de estos cucharones eran más largos que
los propios brazos de los comensales, no pudieron llevárselos a los labios.
La sopa estaba hirviendo. Tampoco pudieron llevárselos a la
boca porque se hubieran quemado las manos al estar los mangos muy calientes.
Probaron y probaron sin ningún resultado. Estaban ya sin
fuerzas, hambrientos y confusos.
De repente a uno de los invitados se le ocurrió tomar el
cucharón de la manera usual y darle a otro invitado de comer y éste entonces
comió.
Además, con el tiempo transcurrido, la sopa ahora sólo
estaba templada.
Cuando los demás vieron esto, comenzaron a imitarlos y así
pudieron comer todos, al comprender que la única forma de alimentarse en aquel
palacio era sirviéndose los unos a los otros.
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