En una reciente visita a Kazajstán, en el
Asia central, tuve la oportunidad de acompañar a unos cazadores que usan el
halcón como arma. No quiero entrar aquí a discutir la palabra "caza";
sólo decir que en este caso se trata de la naturaleza cumpliendo su ciclo.
Yo estaba sin intérprete y lo que podía
haber sido un problema acabó siendo una bendición. Al no poder conversar con
ellos, prestaba más atención a lo que hacían: vi a nuestra pequeña comitiva
parar, al hombre con el halcón al brazo alejarse un poco y retirar la pequeña
visera de plata de la cabeza del ave. No sé por qué decidió parar allí y no
tenía forma de preguntar.
El ave alzó el vuelo, trazó algunos
círculos en el aire y después, con un salto certero, bajó en dirección al
barranco y no se movió más. Nos acercamos y vimos una raposa presa en sus
garras. La misma escena ocurrió otra vez, durante aquella mañana.
De vuelta en la aldea, me reuní con las
personas que me esperaban y pregunté cómo es que conseguían domesticar el
halcón para que hiciera todo lo que había yo visto, incluso permanecer
dócilmente en el brazo de su dueño (y en el mío también; me pusieron unos
brazaletes de cuero y pude ver de cerca sus afiladas garras).
Pregunta inútil. nadie sabe explicarlo:
dicen que ese arte pasa de generación en generación, el padre enseña al hijo y
así sucesivamente, pero las montañas nevadas al fondo, la silueta del caballo y
del jinete, el halcón saliendo de su brazo y el asalto certero quedarán para
siempre grabados en mi retina.
Queda también una leyenda
que una de las personas me contó, mientras almorzábamos:
Cierta mañana, el
guerrero mongol Gengis Jan y su cortejo salieron a cazar. Mientras que sus
compañeros llevaron flechas y arcos, Gengis Jan llevaba su halcón favorito en
el brazo... que era mejor y más preciso que flecha alguna, porque podía subir
al cielo y ver todo aquello que el ser humano no consigue ver.
Ahora bien, pese al entusiasmo del grupo, no consiguieron
encontrar nada. Gengis Jan, decepcionado, volvió a su campamento; pero, para no
descargar su frustración en sus compañeros, se separó de la comitiva y decidió
caminar solo.
Habían permanecido en el bosque más tiempo de lo esperado y
Jan estaba muerto de cansancio y de sed. Por el calor del verano, los arroyos
estaban secos, no conseguía encontrar nada para beber hasta que – ¡milagro! –
vio un hilo de agua procedente de una roca que tenía adelante.
Al instante, retiró el halcón de su brazo, recogió el vasito
de plata que siempre llevaba consigo, se quedó un largo rato para llenarlo y, cuando
estaba a punto de llevárselo a los labios, el halcón lanzó el vuelo, le arrancó
el vaso de las manos y lo tiró lejos.
Gengis Jan se puso furioso, pero su animal favorito tal vez
tuviera sed también. Agarró el vaso, le quitó el polvo y volvió a llenarlo.
Cuando lo tenía lleno hasta la mitad, el halcón volvió a atacarlo y derramó el
líquido.
Gengis Jan adoraba a su animal, pero sabía que no podía
permitir una falta de respeto en circunstancia alguna ya que alguien podía
estar presenciando al escena y más tarde contaría a sus guerreros que el gran
conquistador era incapaz de domar una simple ave.
Esa vez, desenvainó la espada, cogió el vaso, empezó de
nuevo a llenarlo, con un ojo en la fuente y el otro en el halcón. En cuanto vio
que tenía bastante agua y estaba a punto de beber, el halcón de nuevo alzó el
vuelo y se dirigió hasta él. Jan, con un golpe certero, le atravesó el pecho.
Pero el hilo de agua se había secado. Decidido a beber de
cualquier modo, subió a lo alto de la roca en busca de la fuente. Para sorpresa
suya, había, en realidad, una poza de agua, y en el medio de ella muerta, una
de las serpientes más venenosas de la región. Si hubiera bebido el agua, ya no
estaría en el mundo de los vivos.
Jan volvió al campamento con el halcón muerto en sus brazos.
Mandó a hacer una reproducción en oro del ave y grabó en una de las alas:
“Incluso cuando un amigo hace algo que no te gusta, sigue siendo tu amigo”. En el otro ala mandó a escribir: “Cualquier acción motivada
por la furia es una acción condenada al fracaso”.
Paulo Coelho