miércoles, 11 de julio de 2012

Gengis Jan y su Halcón




En una reciente visita a Kazajstán, en el Asia central, tuve la oportunidad de acompañar a unos cazadores que usan el halcón como arma. No quiero entrar aquí a discutir la palabra "caza"; sólo decir que en este caso se trata de la naturaleza cumpliendo su ciclo.

Yo estaba sin intérprete y lo que podía haber sido un problema acabó siendo una bendición. Al no poder conversar con ellos, prestaba más atención a lo que hacían: vi a nuestra pequeña comitiva parar, al hombre con el halcón al brazo alejarse un poco y retirar la pequeña visera de plata de la cabeza del ave. No sé por qué decidió parar allí y no tenía forma de preguntar.
El ave alzó el vuelo, trazó algunos círculos en el aire y después, con un salto certero, bajó en dirección al barranco y no se movió más. Nos acercamos y vimos una raposa presa en sus garras. La misma escena ocurrió otra vez, durante aquella mañana.

De vuelta en la aldea, me reuní con las personas que me esperaban y pregunté cómo es que conseguían domesticar el halcón para que hiciera todo lo que había yo visto, incluso permanecer dócilmente en el brazo de su dueño (y en el mío también; me pusieron unos brazaletes de cuero y pude ver de cerca sus afiladas garras).
Pregunta inútil. nadie sabe explicarlo: dicen que ese arte pasa de generación en generación, el padre enseña al hijo y así sucesivamente, pero las montañas nevadas al fondo, la silueta del caballo y del jinete, el halcón saliendo de su brazo y el asalto certero quedarán para siempre grabados en mi retina.

Queda también una leyenda que una de las personas me contó, mientras almorzábamos:

Cierta mañana, el guerrero mongol Gengis Jan y su cortejo salieron a cazar. Mientras que sus compañeros llevaron flechas y arcos, Gengis Jan llevaba su halcón favorito en el brazo... que era mejor y más preciso que flecha alguna, porque podía subir al cielo y ver todo aquello que el ser humano no consigue ver.
Ahora bien, pese al entusiasmo del grupo, no consiguieron encontrar nada. Gengis Jan, decepcionado, volvió a su campamento; pero, para no descargar su frustración en sus compañeros, se separó de la comitiva y decidió caminar solo.

Habían permanecido en el bosque más tiempo de lo esperado y Jan estaba muerto de cansancio y de sed. Por el calor del verano, los arroyos estaban secos, no conseguía encontrar nada para beber hasta que – ¡milagro! – vio un hilo de agua procedente de una roca que tenía adelante.
Al instante, retiró el halcón de su brazo, recogió el vasito de plata que siempre llevaba consigo, se quedó un largo rato para llenarlo y, cuando estaba a punto de llevárselo a los labios, el halcón lanzó el vuelo, le arrancó el vaso de las manos y lo tiró lejos.
Gengis Jan se puso furioso, pero su animal favorito tal vez tuviera sed también. Agarró el vaso, le quitó el polvo y volvió a llenarlo. Cuando lo tenía lleno hasta la mitad, el halcón volvió a atacarlo y derramó el líquido.
Gengis Jan adoraba a su animal, pero sabía que no podía permitir una falta de respeto en circunstancia alguna ya que alguien podía estar presenciando al escena y más tarde contaría a sus guerreros que el gran conquistador era incapaz de domar una simple ave.
Esa vez, desenvainó la espada, cogió el vaso, empezó de nuevo a llenarlo, con un ojo en la fuente y el otro en el halcón. En cuanto vio que tenía bastante agua y estaba a punto de beber, el halcón de nuevo alzó el vuelo y se dirigió hasta él. Jan, con un golpe certero, le atravesó el pecho.
Pero el hilo de agua se había secado. Decidido a beber de cualquier modo, subió a lo alto de la roca en busca de la fuente. Para sorpresa suya, había, en realidad, una poza de agua, y en el medio de ella muerta, una de las serpientes más venenosas de la región. Si hubiera bebido el agua, ya no estaría en el mundo de los vivos.

Jan volvió al campamento con el halcón muerto en sus brazos. Mandó a hacer una reproducción en oro del ave y grabó en una de las alas: “Incluso cuando un amigo hace algo que no te gusta, sigue siendo tu amigo”. En el otro ala mandó a escribir: “Cualquier acción motivada por la furia es una acción condenada al fracaso”.

Paulo Coelho

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