De vez en cuando, deberíamos repreguntarnos ciertas normas... quizás no sean tan importantes de respetar, ni de continuar respetando. Quizás, sea necesario reestablecer nuestro mundo, bajo nuevos ideales que nos permitan avanzar... no permitas que un "gato" te ate a una historia que ni siquiera podrías interpretar...
Un gran maestro zen, responsable del monasterio de Mayu
Kagi, tenía un gato que era su verdadera pasión en la vida. Cierta mañana, el
maestro, que ya estaba muy mayor, apareció muerto. El discípulo más aventajado
ocupó su lugar.
-¿Qué vamos a hacer con el gato? – le preguntaron los otros
monjes.
En homenaje al recuerdo de su antiguo guía, el nuevo maestro
decidió permitir que el gato continuase presente en las clases de meditación
zen.
Algunos discípulos de monasterios vecinos, que viajaban
mucho por la región, descubrieron que, en uno de los más prestigiosos templos
de la zona, un gato participaba en las meditaciones. La noticia empezó a
correr.
Transcurrieron muchos años. El gato murió, pero los alumnos
del monasterio estaban tan acostumbrados a su presencia, que se hicieron con
otro gato. Mientras tanto, otros templos empezaron a introducir gatos en las sucesiones
de meditación: pensaban que el gato era el verdadero responsable de la fama y
de la calidad de la enseñanza de Mayu Kagi, y se olvidaban de que el antiguo
maestro había sido un excelente instructor.
Un profesor universitario desarrolló una tesis – aceptada por
la comunidad académica – defendiendo que el felino tenía la capacidad de
aumentar la concentración humana, y eliminar las energías negativas.
Y de esta manera, durante todo un siglo, se consideró al
gato como parte esencial en el estudio del budismo zen en aquella región.
Hasta que apareció un maestro que tenía alergia al pelo de
los animales domésticos y que decidió prescindir del gato en sus prácticas
diarias con alumnos.
Se produjo una gran reacción en contra, pero el maestro se
mantuvo firme en su decisión. Como este era un excelente instructor, los
alumnos continuaban con el mismo buen rendimiento en sus estudios, a pesar de
la ausencia del gato.
Poco a poco, los monasterios – siempre en busca de nuevas
ideas, y ya cansados de tener que alimentar a tantos gatos – fueron eliminando
a los gatos de las clases. Al cabo de veinte años empezaron a aparecer nuevas
tesis revolucionarias – con títulos bien convincentes como “La importancia de
la meditación sin gato”, o “Equilibrando el universo zen apenas con el poder de
la mente, sin ayuda de los animales”.
Transcurrió otro siglo, y el gato salió por completo del
ritual de meditación zen de aquella región. Pero habían hecho falta doscientos
años para que todo volviese a lo normal – ya que a nadie le dio por
preguntarse, durante todo este tiempo, por qué el gato estaba allí.
¿Y cuántos de nosotros, en nuestras vidas, nos atrevemos a
preguntar por qué hemos de actuar de determinada manera? ¿Hasta qué punto, en
lo que hacemos, nos servimos de “gatos” inútiles que no nos atrevemos a
eliminar porque cierta vez nos dijeron que los “gatos” eran importantes para
que todo funcionase bien?
¿Por qué no buscamos una manera diferente de actuar?
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