lunes, 28 de mayo de 2012

La tormenta perfecta


Cuanto más violenta, más rápido pasa. A veces buscar cobijo resulta una trampa y, al final, la piel es impermeable a la lluvia. Cuando la sabiduría del cielo moja la tierra hay mucho que ver.

Sé que se avecina una tormenta porque puedo mirar a lo lejos y ver lo que sucede en el horizonte. Por supuesto, la luz ayuda: es el final del atardecer, que hace más nítido el contorno de las nubes. Veo también el destello de los relámpagos.

Ni un solo ruido. El viento no está soplando ni más fuerte ni más débil que antes. Me detengo. No hay nada más emocionante o terrorífico que mirar una tormenta que se aproxima. El primer pensamiento que se me ocurre es ir a buscar cobijo, pero eso puede ser peligroso. El cobijo puede ser una especie de trampa, pues de aquí a poco tiempo el viento empezará a soplar y tal vez tenga fuerza suficiente como para arrancar los tejados, derribar árboles, destruir cables de alta tensión.

Recuerdo un viejo amigo que de niño vivió en Normandia y pudo presenciar el desembarco de las tropas aliadas en la Francia ocupada por los nazis. No he olvidado sus palabras: “Me levanté y el horizonte estaba lleno de barcos de guerra. En la playa, al lado de mi casa, los soldados alemanes contemplaban la misma escena que yo. Pero lo que más me aterrorizaba era el silencio. Un silencio total, que precede a un combate a vida o muerte”.
Ese mismo silencio es el que me rodea ahora. Y poco a poco es sustituido por el murmullo, muy suave, de la brisa en los campos de maíz a mi alrededor. La presión atmosférica está cambiando. La tormenta está cada vez más cerca y el silencio comienza a ser sustituido por el todavía suave rumor de las hojas.
He presenciado muchas tormentas en mi vida. La mayor parte me tomó por sorpresa, por lo que tuve que aprender, y muy rápidamente, a mirar más lejos, a entender que no soy capaz de controlar el tiempo, a practicar el arte de la paciencia y a respetar la furia de la naturaleza. Las cosas no siempre suceden como uno quiere, y más vale hacerse la idea.

Hace muchos años, compuse una canción que decía “perdí miedo a la lluvia/ pues la lluvia, al volver a la tierra, trae cosas del aire”. Es mejor dominar el miedo. Ser digno de aquello que escribí y entender que, por muy malo que sea el vendaval, en algún momento pasará.
El viento ha aumentado de velocidad. Estoy en un campo abierto, hay árboles en el horizonte que, por lo menos en teoría, atraerán los rayos. Mi piel es impermeable por muy empapada que tenga la ropa. Por lo tanto, más vale disfrutar de esta vista. A mi abuelo, ingeniero, le gustaba enseñarme las leyes de la física mientras nos divertíamos: “Después de ver el rayo, cuenta los segundos y multiplícalos por 340metros, que es la velocidad del sonido. Así sabrás siempre a qué distancia suenan los truenos”. Un poco complicado, pero me acostumbré a hacerlo desde niño: en este momento, la tormenta se encuentra a dos kilómetros de distancia.

Aún hay suficiente claridad para que pueda ver el contorno de las nubes que los pilotos llaman CB, cumulonimbos, con su forma de yunque, como si un herrero estuviese martillando los cielos.
Veo la tormenta que se aproxima. Como cualquier otra tormenta trae consigo destrucción, pero al mismo tiempo moja los campos, y la sabiduría del cielo desciende junto con su lluvia.

Como cualquier otra tormenta, pasará. Cuanto más violenta sea, más rápido lo hará. Gracias a Dios, aprendí a enfrentarme a las tormentas.












Paulo Coelho

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