—Deberías dejar de comer tanto, ¡Gorda!
Isabel se echó a llorar, pero continuó comiendo con
voracidad (quizás con más ansiedad que antes) el enorme trozo de tarta que casi
ocupaba más espacio que el mismo plato. Sus lágrimas mojaban el chocolate y su
sabor dulzón se volvía un tanto ácido; como cuando te mojas los labios después
de haberte dado un baño en el mar, pensó la niña.
Su cuerpo no era normal, eso le decía Elvira, su niñera. Y
cada vez que Isabel se miraba al espejo no se encontraba más que con una figura
extraña que se había apoderado de su piel, de sus huesos, de su sonrisa. Esa
sensación se acrecentaba con el tiempo: cuanto más crecía, más se alejaba de su
cuerpo.
—¡Gorda enormísima! ¡Gordaaaa! —seguía regañándola su niñera.
La acción se detuvo o más bien se repitió de forma cíclica durante un rato: una
insultando y la otra comiendo cada vez más deprisa. Y habría seguido así por
mucho más tiempo si no hubiera irrumpido en escena el padre de la niña.
—¿Qué pasa, Elvira?
—La niña, señor, que no para de comer y no quiere entrar en
razones. Le he dicho que los niños no quieren a las niñas gordas, pero, nada.
Lo he intentado TODO. Si yo lo digo para ayudarla; porque alguien se lo tiene
que decir.
—¿Y qué tiene de malo que esté gorda?
—Que se pondrá cada día más fea, Octavio.
—¡Usted sí que es fea, Elvira! —respondió él, serena pero
directamente. Horas más tarde, Isabel supo que Elvira ya no volvería a cuidarla
y que vendría en su lugar otra mujer.
Se llamaba Clarisa y era inmensa: su cuerpo medía cuatro
veces más que el de su antigua niñera y parecía que iba a hacer estallar la
ropa en cualquier momento; eso pensó Isabel cuando la conoció, y se dijo que
ella no quería terminar así. Cuando a la noche Clarisa la ayudó a prepararse para
irse a dormir, Isabel le preguntó:
—¿Por qué eres… así?
—¿Así cómo?
—G…gorda… A mí también me dicen gorda —intentó justificarse.
—¿Eres gorda?
—Sí, supongo, pero…
—Entonces ¿qué hay de malo en que te llamen así?
—Que no me gusta, no quiero ser fea.
—Eres gorda, no fea, Isabel. Es como las personas que son
altas, bajas, rubias o morenas ¿te parecen feas todas ellas? Mira, pequeña,
cuanto antes aceptes tu cuerpo, mejor te sentirás. Si cada vez que te dicen
gorda te pones mal, justificas que mal usen esa palabra contigo; en cambio, si
te apoderas de ella, si entiendes lo bella que suena y lo hermosa que eres,
entonces no podrán hacerte daño.
—¿Lo dices en serio?
—¿Lo has intentado?
—No, la verdad es que no…
—Inténtalo. Y sino, la única solución será ponerte a dieta y
dejar de ser gorda. Siempre hay soluciones, Isabel: no somos, nos hacemos.
Al día siguiente Isabel se miró al espejo y se sintió
finalmente en su cuerpo: un todo armónico que rompía con los paradigmas de la
estética. Y lo mejor de todo fue verse a ella, toda ella le devolvía la mirada
desde el espejo.
Cuando esa tarde en el colegio unos niños la llamaron gorda,
Isabel les dirigió una mirada sonriente y llena de luz que los obligó a pegar
media vuelta con la mirada sonrojada. Ése día la niña se sintió a gusto consigo
misma y comprendió que las palabras, como las personas, no son, se hacen.
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